Todos éramos felices…

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By. Marcelo Jijón Paredes, editor&cronista

Estaba con dificultad cruzando una mujer adulto mayor, en una ciudad donde la preferencia la tienen los vehículos y hay más taxis que los necesarios para caotizar el tránsito y validar eso de “hago lo que me da la gana”, Riobamba es diferente un sábado desde el siglo anterior, donde el comercio llega desde las parroquias y todo es diferente.

Pero alguien en el parque pensaba en sus propios problemas y esperaba la llegada de alguien mientras tanto disfrutaba su soledad y estaba desconectado con sus audífonos, un jugo de durazno calmaba la sed de un sábado con calor.

A unas cuadras de allí una persona no vidente interpretaba su blanca acordeón esperando que su talento sea recompensado, el alegre albazo era indiferente para la mayoría, pero él lo disfrutaba de una manera particular. Un banco de plástico azul le sirve para ofrecer su arte y la caja del instrumento es su “escritorio”.

La ropa muestra que debe ser de Cacha, seguro tiene más de setenta años, ofrece hierbas aromáticas y huevos de gallo y gallina, la jornada cansa y ella se sienta en una esquina del mercado La Merced es una pausa para seguir con su rutina de los sábados.

Tiene una habilidad absoluta para poder llevar muchas fundas llenas de limón sutil, ese que se necesita en casa siempre, no está caro y puede dar con yapa, el centro es su “oficina”, donde ofrece bastante limón por un dólar, una capucha de una chompa vieja le protege del sol.

Es alguien de parroquia, su indumentaria lo delata y se detienen largo rato para ver en un almacén un parlante lleno de luces y de donde sale música que retumba, no entiende como puede salir tanta música de un parlante tan pequeño, no encuentra dónde se coloca los discos y cómo funciona “esa cosa que debe ser cara”.

Nunca faltará el enamorado que espera en el parque al amor de su vida, ni el teléfono entretiene la impaciencia de la espera, parece va algún tiempo en esa constante, algo de música, pero lo más importante aún no sucede.

Diagonal a él la vendedora de Bonaice hace una pausa y espera al nuevo marchante que se refresque con sus productos, mejor si es un #yogoso, ese cuesta más y el margen de ganancia suma al final del día.

En el Parque Maldonado un joven con uniforme toma un descanso y es más rápido que la cámara y mira antes que el lente a su objetivo está serio, tomo otra ruta, el lustrabotas espera al cliente otra vez capucha y gorra evita que la cabeza se caliente y venga el cansancio y con él la pereza.

La mamá espera que la guagua juegue, ella por momentos se abstrae en sus ideas y la niña es feliz en un pedazo de césped del parque del centro de la ciudad a un costado una pareja hablar largo tiempo sus alegrías y momentos.

No tengo idea de sus nombres, es solo un relato en un ejercicio de observación, nadie de los retratados sabía que más allá de sus problemas o de las ideas que cruzaban por su cabeza, eran inmensamente felices, que podían salir cuando querían y andar sin restricciones, con pena y problemas, claro está, pero nadie te ponía un horario o te recordaba que no te olvides una mascarilla que – hasta ese entonces – la usaban los maestros mecánicos, soldadores, carpinteros, pero no “todo el mundo”….

Eran la vida cotidiana antes de la pandemia…. y éramos felices sin saberlo…. el fotógrafo curioso se incluye….    

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